Pan, amor, rigor y palo, una técnica en desuso que forjó grandes mujeres, con raíces profundas.

A los 6 años, cuando me aferré sin piedad a una muñeca con lágrimas, gritos y patadas, mi madre halándome de un brazo me arrastró por la calle, negándose a comprarla. Me enseñó a ser estratega cuando quiero conseguir algo.

A los 8 años, mi padre le decía a mi madre: “Deja que esa niña juegue con niños de su edad, que discuta y pelee con ellos para que aprenda a defenderse”. Me enseñó a lidiar con hombres; a no temerles.

A los 10 años, mi padre me dijo “Debes ser como un roble”. Le pregunté por qué. Respondió: “Porque eres bella y fuerte… no te comerán las polillas y deberás vivir mucho para hacer muchas cosas buenas. Me enseñó a creer en mí y a soñar, aunque en ese momento le entendí poco.

A los 11 años le pregunté a mi madre si yo era como un árbol, ella me respondió: «Sí, porque los árboles se aferran a sus raíces, aguantan huracanes y no se desprenden de la tierra. Los árboles mueren de pie”.  Me enseñó a enfrentarme sin miedo a la adversidad.

A los 13 años, cuando mi madre me vio llorar por un novio que había dejado, me dio una bofetada y me dijo: “Que vergüenza. Espero nunca más ver llorar a una hija mía por un hombre porque un hombre hoy es tuyo y mañana puede ser de otra. Llore por sus hijos, que siempre serán tuyos”. Me enseñó a amar a la familia antes que a nadie y sobre todas las cosas.

A los 15 años, mi madre me negó la salida super programada a un paseo a la playa con mis mejores amigas, por no querer realizar las tareas de la casa. Me sentenció con el pronóstico: “Vas a tener que estudiar mucho y trabajar mucho para que otras personas limpien tu casa”.

A los 16 años mi madre me dio otra sonora bofetada por haberle alzado la voz. “Siempre me respetarás, aunque seas profesional, sabia y adinerada… y aunque yo sea un guiñapo de huesos y esté loca, porque soy tu madre”, sentenció. Me enseñó a respetar al líder.

A los 18 años, meses antes de casarme, mi padre me aconsejó lo siguiente: “Hija, no dejes de estudiar, por si el marido te sale malo. Si tú estudias y trabajas, no dependerás de nadie. Serás libre si eres libre económicamente”. Me enseñó que la educación es la principal arma para la independencia y el progreso.

Con la fórmula o técnica parental de pan, amor, rigor y palo, como decía la abuela Chayo, fui educada en una familia de clase media, con bofetadas, nalgadas y chancletazos de vez en cuando y de cuando en vez. Hoy, a mis 58 años, siendo una profesional exitosa (que no es sinónimo de riqueza económica) reconozco que ambos en polos distantes no crearon un mundo para mí, sino a una mujer para enfrentar los desafíos del mundo.

La fórmula de Petra (mi madre) y de Pablo (mi padre) fortaleció mi auto conocimiento y auto desarrollo, me hicieron capaz de recuperarme de los errores con eficacia, hacer frente a las dificultades de manera competente y abordar los problemas de forma productiva, además de controlar mis emociones, algo que todavía me cuesta hacer.

Décadas más tarde entiendo la metáfora de ser como un Roble, la cual comparto:

El Roble es un árbol de la familia Fagaceae, su altura varía entre los 5 y los 40 metros; su crecimiento es lento, llegando a vivir un término medio de 600 años, habiéndose hallado ejemplares de más de 1000 años de antigüedad. Sus raíces son profundas, su corteza es lisa en la juventud pero luego tiende a agrietarse. Los frutos son las conocidas bellotas, de sabor amargo, de escaso contenido oleoso pero muy ricas en almidón. Maduran en otoño y se pueden recolectar hasta el invierno. Es resistente a las temperaturas extremas. Si hay heladas tardías se adapta retrasando la aparición de los brotes. La madera, dura y pesada, es muy utilizada en los astilleros por su resistencia a la humedad y a la inmersión. Donde más se la aprecia es en la industria vitivinícola pues sirve para hacer las duelas de cubas y toneles que les traspasan a los vinos buen sabor y, por lo tanto, una mayor calidad.

El roble común figura desde tiempos remotos en leyendas o tradiciones orales y hasta en la literatura clásica, son mencionados en los poemas tanto épicos (cantares de gesta) como románticos. Los celtas, a través de sus sacerdotes druidas (que practicaban su culto en los claros de los bosques) lo tenían como el principal entre sus árboles sagrados considerándolo un símbolo de resistencia y triunfo. Usaban su madera como combustible en las cremaciones y lo veían así como una puerta de paso al otro mundo. Era el árbol del fin y de un nuevo principio pues creían en la inmortalidad del alma y en su transmigración.

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