Las obras de la artista, simbólica, surrealista, o denunciante, pretenden siempre dar un mensaje al espectador. 

“Mi seudónimo es el viento y  mi musa es la vida. En mi  mente bullen imágenes que quiero plasmar en el lienzo, pero soy consciente  de la acumulación de obra que tendría que tener y  de vez en cuando hago ventas para que el espectador disfrute  lo que le guste. No soy seguidora de nadie, ni tengo ídolos”. Con esta categórica frase Hannya Buentemeyer, artista costarricense, deja entrever su espíritu indomable, pero a la vez delicado, como su obra pictórica.

La mujer que a los 5 años de edad comenzó a leer la biblia y escritores clásicos, en 1980 se dedica de lleno a las artes plásticas, centrando su obra en los  indígenas del continente latinoamericano. Posteriormente emprende diversos viajes a esas latitudes, en donde visita lugares arqueológicos, museos y convive con algunas poblaciones que le transmiten sus tradiciones y creencias, y le enseñan a apreciar aún más su legado, como las vasijas y las Esferas del Diquis en Costa Rica, temas que plasma en lienzos como musa de la vida, presentando varias exposiciones que cruzan el continente.

Al preguntarle ¿por qué escogió desde el principio de su carrera pictórica la vasija indígena? Ella responde que en sus lecturas y observaciones se da cuenta desde muy pequeña que  la vasija  jugó un importantísimo rol en la vida de los indígenas. “Fueron urnas mortuorias, porque en ellas algunas tribus indígenas  colocaban a sus difuntos. En la vida cotidiana, la utilizaban para para guardar granos, agua y bebidas.  También guardaban la sangre de personas y animales que ofrendaban a los dioses, además de ser objetos de decoración para los  hogares”.

Entre las obras de Hannya Buentemeyer se destacan pinturas de las esferas del Diquis, en las que representa al indígena  como siluetas que se mueven a su alrededor, o pinta la montaña Betambal con los nativos y le da su significado intuitivo. Como obra  auténtica, que no copia a nadie ni se basa teorías de arqueólogos, reta la imaginación y al expresionismo plasmado en obras como Exodo en Cuzco, El calendario Azteca, La destrucción del río Terraba, El indio Misquito y Fusión de culturas, entre otros.

Pinta exuberantes flores tropicales  y orquídeas desde su propia óptica, llevándolas al lienzo como pintora y no como  bióloga, afirmando que “el que copia es cobarde ante si mismo pues no se atreve a transmitir  nada, pues el que lo pensó y plasmó es el que tiene el mérito, salió de su alma y mente  y así lo plasma en el lienzo, no importa cual motivo escoja el pintor”.

La naturaleza, flora, bosques y mares se mantienen como parte de su temática pictórica, que envía el mensaje de conservación del ambiente, como lo mostró en la exposición “Silencio, Paz y Libertad”. Ella disfruta toda la naturaleza, como  el ruido de las olas, las aves y los cambios de clima…y con calma e imaginación pinta el viento, al punto que puede sentirse visualmente.

“Voy por la senda de la vida con pasos firmes, pero sin saber a donde me llevan. Acepto  la vida como ella se presenta, no busco ni la fama ni el reconocimiento, pues  una de mis metas es poder perder totalmente el ego, pues el ego da mas frustraciones que satisfacciones” afirma la artista, cuyas obras se encuentran en Alemania, Polonia, Suiza, Sur América y Costa Rica y que hoy compartimos en la revista Petra.

 

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