“Qué tal que mi esfuerzo no me alcance para salir del círculo de violencia, para llegar al colegio de noche a estudiar, para cargar con el abuso, el acoso y el abandono, para callarme por miedo al despido o al castigo…”

La artista Mon Laferte nos cuenta: “Yo no voy a ocupar el espacio de nadie, pero no voy a andar disculpándome por ocupar el mío”, refiriéndose a ese espacio imaginario que nos ganamos las mujeres a punta de trabajo, sacrificio y esfuerzo. A cambio de pedir permiso y disculpas por cada paso que damos, porque las mujeres tenemos la obligación de justificarnos por avanzar, por formarnos en la cola en donde alguien autoriza que nos repartan la meritocracia.

Sí, porque la meritocracia simbólicamente es la recompensa por el esfuerzo personal, pero ¿cómo recompensamos a los hijos, las madres y familiares de las mujeres muertas en femicidios? ¿Cómo recompensamos a las víctimas de violencia cuando su entorno, sus redes de apoyo y la institucionalidad le dan la espalda porque no encuentran los mecanismos para sancionar al agresor? ¿Cómo recompensamos a una madre jefa de hogar trabajadora que solo recibe discriminación y abuso por su condición de vulnerabilidad? ¿Cómo se recompensa a la mujer estudiante que se gradúa y recibe menos salario que el hombre que estudió la misma carrera y obtiene sin dilaciones un puesto de poder y mejor remunerado? ¿Cómo recompensamos a la mujer que está en política y aspira con aportar genuinamente a la sociedad y la colocan en la fila, después de los hombres del partido quienes son, además, los que eligen a dedo?

La falacia de la meritocracia, dice el filósofo de Harvard Michael Sandel, es “que las oportunidades no son para todos” y yo agrego, en menor proporción para todas. Porque para acceder a la meritocracia se deben tener las oportunidades, pero, ¿oportunidades de qué? Porque las desigualdades estructurales condenan a la mayoría de las mujeres a la pobreza, el desempleo, los trabajos precarios y las obligaciones, en solitario, de cuido. Para avanzar hay que trabajar el doble, porque se trabaja en el campo, oficinas, escuelas, hogares y empresas, pero hay que cumplir con el cuido, las labores domésticas y ofrecer las redes de apoyo a padres o abuelos dependientes. Además, agreguemos a lo anterior que, si pasamos este filtro, todavía nos faltará demostrar que somos buenas, serviles y dóciles para que podamos aspirar a mejores puestos o posiciones. Es lo que la filósofa francesa Elsa Dorlin llama ser “la buena víctima”, porque si eres fuerte, decidida y contundente en tus posiciones incomodas, te privilegiarán si acudes al encuentro de la meritocracia con la cabeza baja, la mano extendida y diciendo gracias.

Nos relata la escritora Marilyn Batista Márquez en su obra Sangre de Toro, que “la sociedad golpea, estrangula y liquida a las mujeres que piensan diferente, a las que quiebran normas, enfrentan el poder, desobedecen a los hombres, escupen la ignorancia y amenazan la obediencia». «El gran agravio de la sociedad es engendrar mujeres que no temen”. Sin embargo, como mecanismo de castigo para esas mujeres, se instituyó socialmente la meritocracia, porque es muy fácil decir que cada quien recibe en la proporción de su esfuerzo, pero qué tal que mi esfuerzo no me alcance para salir del círculo de violencia, para llegar al colegio de noche a estudiar, para cargar con el abuso, el acoso y el abandono, para callarme por miedo al despido o al castigo, para llamar y ser atendida a tiempo antes de encontrar la muerte en manos de un agresor por la única razón de ser mujer.

El Día Internacional de la Mujer no es una celebración, es una conmemoración. Revestirlo de fiesta nacional es invisibilizar las desigualdades y las brechas, para taparlas con flores, chocolates o felicitaciones en redes. No es un día para reflexionar, porque en eso las mujeres somos expertas, pues nos han mandado a reflexionar 365 días al año… es un día para la acción. Porque en el avance de las mujeres toda acción cuenta, sobre todo en un país en el que castigamos con la muerte a quienes no se someten, a quienes no se comportan como un objeto, a quienes pretenden tener vida propia; a las estadísticas de los primeros dos meses del año me remito.

Conmemorar es hablar de derechos y apropiarlos con políticas claras y concisas. Es acceder a los espacios de poder y de toma de decisión que nos hemos ganado con nuestra preparación y esfuerzo. Es valorar el trabajo de cuido, las horas extras en el hogar, los dobles turnos, la maternidad con sus estereotipos y sus castigos sociales y la necesidad urgente de ser tratadas como iguales en condiciones de igualdad. Es exigir el más simple de los derechos, una vida en dignidad, Incluyendo en esa dignificación a las mujeres y muchas otras poblaciones en condición de vulnerabilidad que siguen al margen y que también levantan la voz ante la falacia de la meritocracia.

“¿Se imaginan si hubiera pedido permiso? … Estaría muerta”, se cuestiona y se contesta Mon Laferte. Se imaginan si esperamos que la meritocracia femenina sea una realidad y esperemos pacientemente que nos recompense por nuestro verdadero esfuerzo; nos quedamos con la mano estirada, jorobadas y secas.