Alarmado por la convocatoria masiva que logró el sector conservador y eclesiástico el pasado domingo, consideré necesario pensar al menos un par de razones que orienten a la comprensión de tal aflujo de personas.
Inicialmente intenté plantear la comprensión a nivel global, pensando el desgaste cultural y económico del neoliberalismo y como esto daba paso a formas no democráticas de gobierno, al ascenso de la derecha en Europa y América, al retorno de figuras de la certeza en la política, etc., pero sentí que la importación de este argumento a la realidad costarricense quedaba corta. Decidí en cambio ser más específico y fotografiar una realidad que palpo a diario desde hace aproximadamente 3 años, permitiendo así cargar esta lectura con experiencia. En la fotografía que pretendo aparece la comunidad de Metrópolis en el distrito de Pavas, un lugar atravesado por la violencia en medio de decenas de iglesias que pululan cada cien metros. Puedo asegurar que cientos, si no miles de personas que habitan este lugar, asistieron el pasado domingo a la marcha por La Vida y La Familia (en mayúsculas por pretenderse como únicas), por lo que considero que pensar lo que sucede desde aquí, da claves mínimas para pensar el escenario nacional.
En primer lugar considero que el repliegue de estado en materia recreacional y política en la comunidad, digamos, la ausencia de incentivos al deporte, la cultura y la organización comunitaria, han sido suplidas con las actividades del culto evangélico y en menor medida el católico. De tal manera los jóvenes y adultos pasan los fines de semana en su congregación, donde se combinan cosas dispares que acaban teniendo un efecto ideológico certero: el partido de fútbol, la complicidad entre grupos de adolescentes, las planificaciones del próximo concierto y muchos hilos de amistad, al lado de las exhortaciones a luchar contra la ideología de género. Se suma a lo anterior la cuestión de la tristeza y la impotencia, que aparecen generalmente debido a las complicaciones económicas que muchas de estas familias viven. Ante ambos afectos, vuelve a aparecer la congregación o la iglesia, convocando a escena los guías espirituales, psicólogos cristianos, pastores y narrativas de milagro. De tal forma el lazo social es producido por la iglesia que encausa todas las preguntas y respuestas hacia ella, sosteniendo en el significante familia su sentido y en la cuestión del ser hombre su centro. Me explico.
La figura del hombre, agujereada por el transcurrir de la economía neoliberal que arrastró a miles al desempleo, y despotenciada por los oportunos avances del feminismo, es revitalizada en las actividades de la iglesia o congregación. Así se le devuelve su fundamento tradicional bajo la garantía del orden y el argumento de lo natural. Esta figura del hombre, al menos en una geografía como Pavas tiene dos caras: la del bandido narcotraficante, de una producción identificatoria muy intensa al tenerlo todo y tenerlas a todas, y la del padre de familia con valores de orden cristiano y legal, muy cercana a la imagen que proyectan candidatos como Juan Diego Castro. A pesar de la distancia entre ambos, la matriz de su producción es compartida. Al lado aparece la mujer, que en sintonía con el resurgimiento de lo tradicional es posicionada en los lugares comunes como efecto de la revitalización patriarcal: una mujer de casa -que paradójicamente está obligada a lo público por su trabajo, al tiempo en que le es negado-, una mujer de la reproducción, una mujer bajo el tutelaje masculino, una mujer servil, una mujer señorita que no debe provocar con su ropa, una mujer inscrita en la fantasía del amor romántico. En síntesis, una mujer cuyo lente para ver el mundo es fabricado por una condición naturalmente femenina, una posición que es enunciada claro está, por las cofradías masculinas. Y conjuntando ambas figuras retorna la familia y el matrimonio, relaciones de orden que tal como expresa la imagen de la nota se consideran el “modelo original”.
Y ahora bien ¿qué tiene como exterior este reordenamiento simbólico donde se erige al hombre y la familia con tanta potencia? ¿Con qué se diferencian los grupos que se constituyen a partir de ahí? Siguiendo al filósofo Slavoj Žižek, la comprensión del odio y el surgimiento de los fundamentalismos en tiempos actuales, debe leerse considerando la amenaza que representa para estos grupos la figura del otro contra el que descargan su rabia. De tal forma afirmaría que en el exterior del hombre natural que defienden las políticas religiosas en la comunidad, se encuentra la diversidad, el feminismo, el aborto, lo que han categorizado con muchísimo éxito como ideología de género. Y es que la introducción de la palabra ideología remite de inmediato en estas poblaciones a una perversión política que se traduce en una fantasía en la que los gays, las lesbianas, las feministas, las personas trans y demás variaciones del deseo, existen y gozan para socavar el orden establecido, para dejarse todo lo bueno que ya ellos tienen, para acabar con la “mejenga”, con lo sublime del pastor, con su fundamento y por tanto con su orden. La ideología de género constituye entonces la amenaza a sus propias vidas.
La diversidad pasa a ser considerada como contra natura, es leída como una infección del mal y contra eso es ético luchar. Recuerdo con dolor la respuesta que me dio uno de los jóvenes que escucho a diario hace aproximadamente un año cuando tratábamos el tema de la diversidad: “si a mí me sale un hijo gay, lo boto a la basura al hijueputa ese”. Esa respuesta condensa parcialmente el panorama, representa una actualidad que hemos visto traducirse políticamente en la asamblea legislativa, en candidatos presidenciales, en marchas multitudinarias.
Para este nuevo conjunto que se fundamenta en la tradición del matrimonio y la familia, la relación con el otro es de muerte y borramiento; ¡la ideología de género no pasará! Aseguraba un diario católico de alcance continental el día después de la marcha. Y ante esto, ¿qué hacer? Aproximarse a una posible respuesta es un pendiente que tiene carácter de urgencia.