Pintura: En el Tepidarium (1881), por Sir Lawrence Alma-Tadema
Desde la antigüedad, muchas mujeres de cierta clase sacerdotal funcionaban como intermediarias en distintos ritos sexuales, efectuados principalmente en celebraciones de cambio de estaciones o representando algún hecho religioso.
Las antorchas rocían suaves luces sobre las columnas de piedra y los muros de barro cocido que brillan como piel recién secada al sol. El visitante deposita el tributo monetario y prosigue por las puertas del templo. Llegando al corazón de la edificación se revela ante su mirada, ella, vocera de luna, esparcida sobre el altar con mirada felina. Las ligeras telas que atentaban con cubrirla se dejan caer al ritmo de los pasos del invitado acercándose. El festín da inicio, el mayor manjar que pueden saborear los cinco sentidos, acompañado de una niebla con olor a incienso de placenteras hierbas no reconocibles, y el sonido de unos tambores a lo lejos de las cámaras, retumbando con ayuda del eco los movimientos de la carne humana. La presencia lasciva de la diosa se deja sentir dentro y fuera de los muros, dejando caer su energía vital por la tierra, recreación humana de la obra de la naturaleza, fertilidad; así nace todo, así florece todo.
La luz del día ilumina la ciudad y a sus vigorosos habitantes; comerciantes, agricultores, militares y nobles se confunden entre la multitud. Ella también. Algunos la reconocen, la miran, la saludan cordialmente, le hacen la debida reverencia. No siempre camina junto a ellos. Algunas ancianas se acercan y de manera sutil le tocan las prendas, pero con cuidado, no se ha de maltratar el regalo del cielo. Un pequeño roce bastaría para sentirse bendecidas y afortunadas ante los ojos de la gran protectora de la ciudad, cuya energía esta mujer es emisaria.
Puede caminar tranquila, su oficio no le hace bajar la cabeza ni ser merecedora de miradas juiciosas por parte de los ciudadanos, así como no baja su rostro el alfarero que utiliza sus manos para moldear, o el jinete que usa las piernas para montar. Su labor no interfiere con los códigos morales de la época, además de estar respaldado por las leyes, por lo que su capacidad de adquisición no tiene ningún impedimento y su derecho a la herencia está bien garantizado. Tal vez algún día se case, quién sabe, por ahora no le precisa.
¿Es acaso ella un juguete más de la jauría masculina y una conformista ante una relativa comodidad? ¿O será más bien una mujer que puede presumir de tener muchos amantes sin ser aborrecida por ello, como la diosa misma?
Los ritos anuales están por terminar. Este será un buen año, una buena siembra.
Muy a menudo se oye el término “la profesión más antigua del mundo” con evidente tono despectivo. Yo pensaría en un par de labores que se acomodarían mejor a tal afirmación; no obstante, tampoco es muy difícil hacerse a la idea del sexo como un ancestral recurso de intercambio. Desde la antigüedad, muchas mujeres (y hombres en determinados lugares) no tenían más opción que dar su cuerpo en alquiler a cambio de subsistir, sin embargo en otros casos, mujeres de cierta clase sacerdotal funcionaban como intermediarias en distintos ritos sexuales efectuados en importantes celebraciones como la del cambio de estaciones, o bien, representando algún acontecimiento histórico-religioso como la unión entre un rey que asciende y la diosa protectora de la ciudad.
Hoy en día se le llama prostitución sagrada, aunque claro que la palabra prostitución no existía en tiempos de los territorios mesopotámicos. Algunos estudiosos y historiadores creen que, debido a las no muy claras referencias acerca del tema, lo que conocemos como prostitución sagrada no es más que un mito que intenta darle un papel más o menos relevante a la mujer siempre oprimida de la antigüedad.
Ishtar en un altorelieve babilónico
El tema no es tan sencillo como se podría suponer; en distintas naciones ancestrales existían varios títulos de prostitución de acuerdo a una jerarquía, siendo las “hieródulas” las más acordes con el término “sagrado”. Su registro más antiguo data de Sumeria y se consagraban en honor a la diosa Inanna (identificada con la babilónica Ishtar, la egipcia Isis, la fenicia Astarté, la griega Afrodita; todas representantes del astro Venus). La existencia de éstas sacerdotisas también es recurrente en registros babilónicos, cerca del 2000 a.C. (no confundir con la bíblica neo-Babilonia caldea del 700 a.C.), hasta el punto de que el oficio aparece respaldado por el Código de Hammurabi, uno de los conjuntos de leyes más antiguos del que se tiene conocimiento. En dicho compendio jurídico, creado entre el 1300 y el 1200 a.C. por el rey del que recibe su nombre, queda estipulado, entre otras, leyes sobre la herencia relacionadas a las sacerdotisas hieródulas. Esta (ahora) infame profesión se puede encontrar también en varios pueblos de medio oriente como los anatolios, armenios, fenicios y persas, la mayoría con influencia mesopotámica.
Caso que una (sacerdotisa) ugbabtu o una (sacerdotisa) naditumo una (hieródula) sekretum‑ cuyo padre le haya dado dote, le haya redactado un documento sellado; (si) en la tablilla le autoriza por escrito a entregar su dote donde le plazca y le permite obrar según prefiera, cuando al padre le llegue su última hora, que entregue su herencia donde le plazca; sus hermanos no le pondrán pleito.
Ley #179 del Código de Hammurabi (1728 a.C.)
¿Por qué una mujer y no un hombre?
Aparte del ya sabido patriarcado histórico y los roles de sumisión que la mujer ha tenido que soportar a lo largo de los tiempos, cabe notar que la idea de la fertilidad, tan presente en la naturaleza, que permite la vida, el crecimiento de los cultivos, y por lo tanto, la supervivencia, era un elemento que se debía evocar siempre que fuese posible. A pesar de que la antigua Mesopotamia albergaba civilizaciones preponderantemente patriarcales y la mujer no distaba mucho de ser una propiedad, Inanna, o Ishtar –y a decir verdad alguna importante divinidad siempre femenina de casi todas las religiones ancestrales– representaba la fertilidad, la sexualidad y hasta el amor (ver De la madre Tierra al padre Sol). Con gran apetito sexual, las historias o mitos cuentan que la diosa se enamoró de numerosos hombres mortales, de los cuales se iba deshaciendo a medida que le cansaban.
Contexto grecolatino y judeocristiano
La información parece haber llegado a occidente por primera vez gracias a historiadores griegos y de influencia romana como Heródoto y Luciano, que describieron las prácticas de prostitución sagrada de manera peyorativa, pues no se debe olvidar que ya en esos tiempos muy cercanos a nuestra era todo lo que podría parecer a cierta ‘libertad’ sexual femenina no era algo precisamente ovacionado. Heródoto cuenta, con algo de horror, como las jóvenes de Babilonia tenían que ser “desflorecidas” por un extranjero en el templo de la diosa Afrodita (Ishtar) antes de poder regresar a su casa, por lo que se deduce que ninguna mujer tenía que llegar virgen al matrimonio (lo cual no coincide con la importancia que le daban los babilonios a la virginidad, al igual que la mayoría de los pueblos); sin embargo esta no es una referencia a la prostitución de clase hieródula. La existencia en occidente de algo lo más parecido posible a la prostitución ligada a la religión se encontraba en la ciudad griega de Corinto, en donde el templo de Afrodita se llenaba de prostitutas que se ofrecían en honor a la famosa diosa. Ya después vemos en Grecia distintas clases de prostitución de acuerdo a un rango social, y más cercanas al concepto actual.
En cuanto a los pueblos hebreos y judíos, miraban dichas prácticas rituales con alto grado de desprecio (Deuteronomio 23:17, por ejemplo), siendo una de las (numerosas) causas del rechazo hacia los cananeos, ya sea debido al acto sexual ritual por sí mismo, o porque éste se hacía en nombre de algún “dios falso” como Astarté. Como sea, a medida que el monoteísmo avanza, con éste también aumenta la visión de la promiscuidad como algo detestable (más si lo hace una mujer) y que debe ser erradicado. No obstante, con el pasar de los milenios nos hemos dado cuenta que hay fuerzas que no se pueden apaciguar, y tal vez lo más lejos que se pudo llegar en la lucha contra la prostitución sagrada fue haberla removido de los templos. (¿Será?)