
En el Día Internacional de la No Violencia Contra La Mujer, como un tributo a todas las que han perdido sus vidas por causa de la agresión de sus pareja.
Desde aquí la observo. Se sienta sola en una silla corroída por el tiempo, arrinconada en una esquina del balcón del sétimo piso. Bebe algo, supongo que café bastante caliente, porque diviso cómo sopla el contenido de la taza para sorberlo poco a poco.
Mira el firmamento sin pestañear. Se levanta despacio. Asoma el rostro, inclinándolo hacia abajo con timidez, como queriendo descifrar la cantidad de metros que existe del balcón a la calle.
Me parece conocida. ¿Será la señora que veo llegar caminando cada noche, con un bebé encajado en la cadera y otros dos niños, uno en cada mano? Sí, sí, recuerdo a esa señora. Es la misma que vende empanadas en un carrito de madera cerca del semáforo de la intersección en Sabana Norte. Su tono de voz es inconfundible cuando grita sin tomar pausa: “¡Empanadas de pollo, carne y papa, calientitas, fresquitas, llévese una, dos, tres, las que quiera! ¡Lléveselas en combo, con fresco…!”.
Por cierto, ni ayer, ni antier la vi con el trío de carajillos que chillan como chanchos en porqueriza. Cuando se acercan a la puerta principal, a eso de las siete de la noche, uno de ellos, el diablillo del cabello negro crespo se zafa de la mano de su madre y va corriendo hacia un pequeño play desierto. Sube disparado como “La Bala Gómez” hacia el tobogán, pero cuando llega al cuarto escalón de la escalerilla mohosa, ella lo atrapa por la camiseta y lo baja como cohete en aterrizaje forzoso. Le habla suave, mientras limpia los mocos verdes del desconsolado, que llora in crechendo. Entre tanto, el otro, que parece una estatuilla del Niño de Atocha, queda inmóvil observando la repetitiva escena de fábula.
Son casi las siete de la mañana. Qué extraño que todavía está ahí. Algo le pasa a esa vieja. Se ve como sonámbula; perdida. Parece triste. Preocupada. Mira sus manos volteándolas hacia arriba y luego hacia abajo, como si buscara algo que nunca ha tenido. Las lleva a su cabeza colocando cada una en un lóbulo. Parece lanzar un grito silencioso. Un hombre interrumpe la escena solitaria. “¡Ay carajo!”, le grita. Desliza de un tirón la puerta de vidrio que divide la sala del balcón. No tiene camisa. Ella parece no oírlo. La empuja abruptamente. Discuten por unos minutos. Le tuerce el brazo.
Sale el querubín llorando. La doña lo toma de la manita e intenta llevarlo adentro, pero no se deja. Entra el otro enano. No veo al más pequeño, supongo que duerme. Están forcejeando los cuatro. Ninguno cede. El sujeto le da una férrea cachetada que lanza a la mujer al suelo. La patea. Sin compasión intenta levantarla, tomándola tan fuerte del cabello que hasta mí me duele.
Los retoños lloran, aferrados a la blusa de la madre. En fracción de segundos, frente a mí y ante los ojos demudados de los niños, ella se levanta, toma un impulso, encarama una pierna en la baranda del balcón y se lanza. Delante de todos voló como un papalote.
El murmullo de los autos comienza a inundar la ciudad. La alarma del Iphone me desconecta. Recuerdo que no puedo llegar tarde al trabajo. Salgo corriendo. Todavía oigo el dúo a capela de esos niños que repiten sin parar “¡mamita, mamita, mamita…!”.