
A pesar de que lo femenino en algún momento antiguo de la historia estuvo ligado a las manifestaciones divinas de la naturaleza, la tradición occidental, que pasaría por el filtro de la cristiandad, nos ha legado una imagen negativa de la mujer mística.
Pero tal no fue el caso de la germana Hildegard von Bingen (1098-1179), mística cristiana quien rompió los esquemas tradicionales de la época; abadesa benedictina, pero también pensadora; devota, pero también médica. Sus visiones fueron consideradas proyecciones proféticas, entendiendo profético como una verdad aun no revelada; aunque las interpretaciones de las mismas nunca escaparon del canon bíblico, es decir, su mensaje no se extendía más allá del marco cristiano católico, sino que más bien sus visiones ofrecían la oportunidad de ver la creación de Dios con renovada mirada.
A sus dones se le suma una perspicacia política: comprendía cómo funcionaba el juego de las jerarquías del que sacó provecho. La época en la que vivió la –también llamada– sibila del Rin jugó a su favor. La Alemania del Siglo XII albergó un pequeño renacimiento que posibilitaría distintas manifestaciones intelectuales. Gracias a su astucia logró recibir el apoyo de distintas personalidades importantes del Siglo, tales como el futuro emperador Friedrich I “Barbarossa” o el abad Bernard de Clairvaux, este último pieza clave en la Segunda Cruzada y que, sin su respaldo, tal vez las visiones de la abadesa hubieran sucumbido ante el lado silencioso de la historia.
Hildegarda, una débil y enfermiza mujer, como –estratégicamente– ella misma se describía, se convirtió en la mensajera del Dios Todopoderoso. Desde los tres años experimentó visiones, y las interpretaciones de las mismas le eran comunicadas por el mismo Dios durante los lapsos místicos, momentos lúcidos, por cierto, sin convulsiones ni intoxicaciones:
«Mas las visiones que contemplé, nunca las percibí ni durante el sueño, ni en el reposo, ni en el delirio. Ni con los ojos de mi cuerpo, ni con los oídos del hombre exterior, ni en lugares apartados. Sino que las he recibido despierta, absorta con la mente pura, con los ojos y oídos del hombre interior, en espacios abiertos, según quiso la voluntad de Dios. Cómo sea posible esto, no puede el hombre carnal captarlo».1
Dios, ¿una cosmovisión?
En sus obras legó el conocimiento que obtuvo desde la experiencia mística. La abadesa de Bingen explica de diferentes formas la divinidad y cómo interactúa con su creación. Esto no significa que Hildegarda haya tenido diferentes concepciones de Dios o que haya cambiado la versión de las mismas según el libro que escribía en su momento. Lo cierto es que, cuando el ser humano intenta explicar la manifestación divina la tarea encuentra complicaciones, siendo que según la situación o el tema en cuestión, se hace necesaria una descripción literal, una fábula o una metáfora.
No obstante, el dios cristiano parte de un hecho que se mantiene prácticamente inmutable sin importar la interpretación: su omnipotencia. Ahora bien, ¿cómo explicar la omnipotencia en un mundo contingente? La creencia en que «Dios procedió a crear al hombre a su imagen»2 tiene un peso significativo en nuestra cultura; el Creador adopta una imagen superior del ser humano en el inconsciente de los creyentes. En este punto se hace necesario resaltar la aversión que normalmente presenta la iglesia Católica contra cualquier señal de panteísmo, pues no distaría mucho el concebir a Dios como un todo que afirmar que no existe Dios alguno como entidad independiente. Todo lo anterior sirve de puente para abordar uno de los temas más interesantes con respecto a Hildegarda: el correspondiente a su visión #3 de la primera parte de su obra Scivias (Conoce los caminos).
Ella vio una gran figura semejante a un huevo; llamas ardían a su alrededor. Poseía varias capas compuestas por distintos elementos, fuego, las tinieblas, éter, torbellinos, y en el centro, es decir, en la última capa, se encontraba un monte. A una rápida mirada de la ilustración que acompaña los códices más antiguos conservados de esta obra, y que recuerdan a la tradición alquímica, podríamos suponer que el fuego que todo lo envuelve representa la luz divina de Dios, y en la capa más baja se encuentra la morada del ser humano, es decir, la materia, los elementos densos. Después nos va explicando con mayor detalle su visión. Nos dice:
«Este gran instrumento redondo y umbroso que ves, semejante a un huevo, estrecho por arriba, ancho en su mitad y algo más ceñido en la parte inferior, representa al Dios Todopoderoso según la fe […]».3
¿Nos está diciendo Hildegarda que Dios debe ser entendido como una totalidad que envuelve tolo lo que existe bajo su misma luz y que dentro de ella forman parte hasta los más toscos de los materiales? Nada escaparía de sí mismo, honrando la palabra omnipresente. La cuestión toma mayor fortaleza cuando leemos el nombre de su visión: “El universo”.
A continuación Hildegarda concentra su explicación en los elementos que componen el “huevo”, el fuego, las estrellas, las antorchas, las tinieblas, el monte, cada uno por separado, y después entrelaza estos significados con distintos versículos de la Biblia, por lo que deja de lado cualquier explicación de carácter integral, como podría ser la interpretación de Dios como un cosmos.
Si asintiéramos a esta representación, ¿sería ilícito hablar del dios cristiano como una cosmovisión? Esta concepción sería contraria a la comúnmente adoptada por la fe católica. Ahora bien, es necesario hacer notar que la abadesa no pone en duda la conciencia de Dios como separada del universo, por ejemplo, cuando nos comenta:
«Yo, el Padre, estoy presente en toda criatura y no Me ausento de ninguna como te ausentas tú, oh hombre».4
Por lo tanto, hay que decir que, si bien presenta varias similitudes, esta cosmovisión no es estrictamente panteísta. No obstante, para intentar comprender la manifestación de la omnipotencia de Dios podríamos fijarnos en otra de las obras de Hildegarda. En algunos pasajes del Libro de los méritos de la vida (Liber Vitae Meritorum), más de carácter ético, al hablar del funcionamiento de todo lo que nos rodea refiere a un modelo que parece ser la forma en que veía el mundo, tal vez como fruto de un pensamiento entrenado a partir del estudio, no solo del dogma eclesiástico, sino también de las plantas y del mundo terrenal, su conocimiento de la anatomía humana así como de la noción de que existen leyes en la naturaleza.
Para la abadesa, Dios es la mente que domina un cuerpo cósmico.
«Dios es eterno, la eternidad es fuego, y este es Dios […]. Él, dispone todo y gobierna todo en la claridad de sus misterios y secretos, como la cabeza rige todo el cuerpo».5
La mente, como ordenadora de este cuerpo, antecede a este último, y sus extensiones fluyen en el mundo y en los elementos que lo componen. Dios simboliza aquí un macrocosmos del cuerpo humano, en efecto, más cercano a la idea de “su imagen y semejanza”, tal vez acercándose más al concepto de panenteísmo6 (no confundir con panteísmo). Lo grandioso de la obra de Hildegarda radica en que en ella no parece haber contradicción entre la inmanencia y trascendencia de Dios, disputas que ocuparán a muchos pensadores venideros que se afiliarán a una postura u otra.
La concepción de Hildegarda que tiende hacia la unión, donde lo múltiple refiere a lo uno, pero que en el lenguaje humano y en las prácticas tradicionales se muestra como heterogénea, es decir, propiedades de distintos campos cósmicos (¿dimensionales?), podría considerarse una síntesis de convergencia entre la antigua fe, oscura unión, y la nueva, comunión por medio de la llama que no deja de arder. En este punto se hace necesario resaltar la influencia helenística que tuvo el misticismo cristiano inaugurada por Pablo. En efecto, el contenido místico del Viejo Testamento es más escaso que el que encontraríamos en el Nuevo, este último alberga la síntesis de distintos conocimientos interculturales. La «antigua ley» bien puede ser entendida como un texto más de carácter político, fundacional, la revelación de una ley moral que viene del cielo para ser adoptada por el pueblo selecto de este dios, un dios nacional. Las palabras de Cristo, por otro lado, instan a vivir una vida en comunión espiritual ajenas a nacionalidades específicas (una religión que se pretende universal).
Epílogo
La mujer que en la antigüedad arcaica ocupaba una posición de mayor importancia dentro de los misterios del universo, con la llegada del imperio de la razón, y posteriormente de la religión, iba a ser relegada a favor de intereses más efímeros, de herencias mundanas. La mujer que albergaba misterios mágicos pasaría en la Edad Media a ocultarse si no quería recibir la iluminación del fuego que purificaba la carne según las malas interpretaciones de la época, porque el fuego de la tierra ahora legitimaba una sumisión otorgada por «la naturaleza».
Lamentablemente, el pequeño renacimiento que tuvo lugar en Alemania durante el Siglo XII encontraría su ocaso rápidamente. La Baja Edad Media sería un escenario turbulento, peleas por el poder, peste, inquisición, y por supuesto, reformas institucionales y religiosas que iban a mermar parte de la poca libertad que tenían las mujeres. Pasarían varios siglos más para que el mundo volviera a hablar de la sibila del Rin.