Con acciones sencillas podemos mitigar las conductas machistas que transmitimos y se forman desde la niñez.
En un sondeo de opinión se formuló la siguiente pregunta: ¿Cuál es la diferencia entre un hombre y un macho? La respuesta más acertada fue: “la palabra macho tiene una relación con la forma de denominar a un animal, aunque en cierto contexto de la cultura social, se le nombra macho a aquella persona del sexo masculino la cual ejemplifica un singular desprecio por personas del sexo opuesto (femenino), por lo regular se le encuentra en estado de enojo y con el ceño fruncido hacia adelante, aunque esto no es exigente representación de tal estado de ánimo…El hombre es caballeroso y cortes. El macho es por lo regular un patán sin educación”.
Al leer la respuesta inmediatamente pensé en la breve y apasionada discusión que sostuve recientemente con una feminista que aseveró tener evidencia antropológica de que la mujer “nada tiene que ver” con los patrones de conducta machistas. Dijo Ortega y Gasset “Yo soy yo y mis circunstancias”, y a eso me remitiré en esta divergencia.
Expertos en el comportamiento humano, como sicólogos, sociólogos y psiquiatras, aseguran que nadie nace machista. La conducta machista se desarrolla poco a poco, según el entorno familiar y social en el que se vive.
Muchas mujeres todavía educamos con palabras y conductas machistas a los hijos e hijas, por ejemplo, al asignarles la mayoría de las tareas diarias del hogar a las niñas, mientras que al niño solo le solicitamos una vez a la semana limpiar el patio, bañar las mascotas y lavar el carro. Esta situación deriva que la mujer continúe siendo la que atiende mayoritariamente el hogar, a pesar de aportar económicamente a éste y contar con un compañero.
Equivocadamente las madres ayudamos a reforzar los estereotipos de “afinidades” de género, como evitar que jueguen fútbol –porque es un deporte de hombres- y sí con barbies, objetos de cocina y aseo. Al no permitir que la mujer participe en juegos grupales y de alto rendimiento físico y estratégicos, se le limita la creación de lazos para superar problemas y alcanzar metas, además de no estimular el alcance de logros sicológicos y de destreza motora, difíciles de separar.
Una forma en que las madres protegen a las jóvenes es impidiendo que levante objetos pesados, que repare electrodomésticos y que salgan a la calle después de determinada hora, mientras que al varón sí se le permite, incidiendo en que la mujer refleje una personalidad débil, delicada y dependiente.
Aplaudimos que el varón tenga noviazgos frugales con varias chicas, sin importar la edad de ellos, mientras que evitamos que la adolescente establezca vínculos sentimentales con sus pares, pues “no se ve bien estar cambiando de novio a cada rato”. Esto conduce a que la mujer entre al matrimonio con menor experiencia de pareja que el hombre, y por lo tanto sea más vulnerable a situaciones adversas que pudieron detectarse antes de la convivencia.
Pero no podemos dejar a un lado la formación machista que desde pequeños también reciben los hombres como “Los hombres no lloran”, «El hombre es el que paga”, «Los hombres no hacen los trabajos del hogar” y “Compórtese como un macho”, entre otros.
De esta manera padres y madres nos convertimos en punto de referencia y en fuente de conducta e información constante que es aceptada por los menores y muchas veces reproducida en la adultez.
Afirmar que la mujer en su rol de madre es ajena a la formación de prácticas discriminatorias y machistas en el hogar, sería una falta a la verdad. Nosotras educamos y apoyamos la construcción de conductas, por lo tanto, también debemos asumir correctamente la responsabilidad de desaprender hábitos, reeducarnos y derribar prejuicios, entendiendo que si bien es cierto que tenemos características propias de nuestro sexo, estas no debería implicar la supremacía del uno sobre el otro.
Ciertamente, como dijo Abert Einstein “Educar con el ejemplo no es una manera de educar, es la única”, porque cada acto de nuestra vida cotidiana tiene implicaciones, y a veces significativas. Esta afirmación toma relevancia cuando se trata del machismo, que es un patrón de conducta enseñada y aprendida por hombres, y también por mujeres.
Formemos hombres, no machos
Con acciones sencillas podemos prevenir y mitigar conductas machistas que transmitimos y se forman desde la niñez.
- Juguetes y juegos – Propiciemos que los niños y las niñas seleccionen los juegos y juguetes que utilizarán en su tiempo de ocio, de manera que respondan a sus intereses y gustos. Se les debe facilitar opciones, sin imposiciones, a fin de que puedan elegirlas si es su deseo.
- Tareas del hogar – No existe ninguna razón para que se le asigne determinadas funciones a la mujer y otras al hombre. Tanto la mujer como el hombre pueden sacar la basura, lavar platos, limpiar el piso y recoger las hojas del patio. Ambos tienen manos e intelecto para trabajar sin que se le asigne tareas vinculadas erróneamente al sexo.
- Lenguaje – hay frases que refuerzan en la familia comportamientos sexistas y discriminatorios como “El niño es fuerte como papá” y “La niña es hermosa como mamá”, “El hombre es para la calle y la mujer para la casa”. El lenguaje tiene que aportar a la creación de una sociedad más justa.
- Comportamiento – ¿Por qué darle al varón el pedazo más grande de la carne? No existe ninguna razón médica o nutricional que propicie que el hombre debe ser mejor alimentado que la mujer. En el hogar todos deben alimentarse en proporción a su tamaño, edad y condición física.