La victoria electoral de Xiomara Castro puede constituirse en el regalo que la primera presidenta le da, a Honduras, por el cumpleaños 200 del país centroamericano.
La candidata presidencial por el centroizquierdista partido Libertad y Refundación (Libre), plantea que combatirá la corrupción, generará las oportunidades que sus compatriotas emigrados requieren para regresar, impulsará el matrimonio igualitario, como parte de su ambicioso plan de gobierno que prevé el diálogo sin exclusión para empezar a rescatar, al país centroamericano, de la crítica situación socioeconómica y de seguridad en que está hundido.
La tarea es por demás compleja, empezando por el hecho de que la primera presidenta en la historia nacional deberá manejarse en un contexto sociocultural de machismo profundamente enraizado, violento, impune.
A ello se suman factores intensamente adversos tales como la falta de oportunidades, la masificada pobreza -alrededor de 50 por ciento-, la generalizada inseguridad -fruto de delincuencia lo mismo común que organizada- que caracteriza al país, uno de los lados del Triángulo Norte de Centroamérica -los otros dos: El Salvador, Guatemala-, área que es considerada como una de las más inseguras a nivel mundial.
Por si todo eso fuese poco, la corrupción -en escala de ciencia ficción- domina todos los órdenes de la vida nacional, a lo que, además, se agrega, como quintaesencia de la criminalidad, el narcotráfico -que permea diversas áreas del quehacer nacional, incluidos, con particular fuerza, los ámbitos político y empresarial-.
El dramático panorama hondureño, genera una parte considerable de la inestabilidad que obliga a miles de hondureños -incluidas mujeres, algunas embarazadas, y menores, algunos sin acompañamiento- a emigrar con destino a Estados Unidos, para buscar, en la realización del “sueño americano”, las oportunidades y la seguridad que en su país les son negadas.
En tal contexto de agresiva crisis, la vanguardista futura presidenta se apresta a recibir la fuertemente desacreditada presidencia que Juan Orlando Hernández está desempeñando
-en segundo e ilícito mandato consecutivo-, enmarcada en corrupción a escala mayor -lo que incluye señalamientos de involucramiento en actividades de narcotráfico que el gobernante, entre otros dirigentes, no logra eludir-.
Al respaldar masivamente a Castro, la población hondureña está diciendo -en realidad, gritando- que quiere cambio, y que el cambio puede darlo, solamente, una mujer.
Uno de los primeros indicios de búsqueda de algo políticamente diferente fue el mayoritario apoyo dado, en la votación de 2017, a la candidatura presidencial de Salvador Nasralla -ahora, primero de los tres designados presidenciales (vicepresidentes)-.
Cuando el popular periodista deportivo y presentador de televisión iba ganando la elección presidencial, el triunfo le fue alevosamente robado por Hernández -popularmente conocido como JOH, por sus iniciales, y, también, como Juan “Robando” Hernández, por su imagen de personaje corrupto-, para asegurarse el anticonstitucional segundo período de gobierno.
Para esos comicios, en el marco de la alianza entre Libre y el Partido Anticorrupción (PAC) -fundado por Nasralla-, Castro declinó la candidatura presidencial.
Ahora, la dirigente de Libre está consolidando la victoria, con virtualmente irreversible ventaja de algo más de 16 puntos -contado un 70 por ciento de los votos emitidos- frente a su principal adversario, Nasry “Tito” Asfura -el pintoresco alcalde de Tegucigalpa, la capital nacional, también conocido como “Papi a la orden”-, postulado por el gobernante y derechista Partido Nacional.
Castro tiene, ante sí, una extremadamente difícil tarea que implica retos de dimensiones monumentales.
Pero la primera presidenta hondureña se acostumbró a luchar en la adversidad, cuando, repentinamente, al amanecer del 28 de junio de 2009, dejó de ser primera dama, en el violento marco del golpe de Estado que, en ese momento, bajó a Manuel “Mel” Zelaya, de la presidencia, lo expulsó del país -a bordo de un avión militar que hizo escala en la base aérea estadounidense de Palmerola- y lo depositó, en piyama, en la pista del sector policial del Aeropuerto Internacional “Juan Santamaría”, en las afueras de San José, la capital de Costa Rica.
En tal cuadro de situación, se incorporó al masivo movimiento popular antigolpista, que fue violentamente reprimido -con saldo de manifestantes asesinados por la criminal acción militar antiopositora-, constituyéndose en uno de sus dirigentes.
Ahora, va camino a juramentarse, el 27 de enero, no solamente como la primera presidenta hondureña sino como la cuarta centroamericana, y la decimoprimera latinoamericana en el desempeño de la jefatura de Estado.
A nivel del istmo, la catracha (hondureña) avanza en la ruta iniciada, en 1990, por la nicaragüense Violeta Barrios (1990-1997), a quien siguieron la panameña Mireya Moscoso (1999-2004) y la costarricense Laura Chinchilla (2010-2014).
En el más amplio contexto latinoamericano, la galería de presidentas -ya sea surgidas de elección popular, o de sucesión o designación en casos de vacío constitucional- es encabezada por la argentina María Estela Martínez (1974-1979) –popularmente conocida como Isabel, o Isabelita-.
En el desempeño como vicepresidenta, durante el último gobierno de su esposo, el general Juan Domingo Perón (1946-1952, 1952-1955, 1973-1974), asumió la primera magistratura cuando falleció el populista gobernante.
Su gobierno fue terminado por el cruento golpe militar que ubicó, en el poder, a los criminales Jorge Videla, Eduardo Massera, Orlando Agosti, constituidos en junta de gobierno, dando inicio al más reciente periodo dictatorial (1976-1983) en el rioplatense país sudamericano.
A continuación, y en el marco de una de las recurrentes crisis políticas que colman la historia de Bolivia, la entonces legisladora izquierdista Lidia Gueiler Tejada ejerció, interinamente la presidencia (16 de noviembre de 1979 a 17 de julio de 1980).
Gueiler -prima de la actriz estadounidense Raquel Welch, a su vez hija del ingeniero aeronáutico boliviano Armando Tejada- fue elegida por el congreso -tras el derrocamiento militar del presidente Walter Guevara (8 de agosto a 1 de noviembre de 1979)-.
El gobierno interino fue violentamente concluido por el general Luis García Meza
-otro primo de la mandataria-, quien encabezó una de las más sanguinarias dictaduras militares bolivianas del siglo pasado, con el general narcotraficante Luis “Lucho” Arce, ministro del Interior, como el principal ejecutor de la asesina brutalidad antiopositora desencadenada por ese régimen (17 de julio de 1980 a 4 de agosto de 1981).
Once años después del derrocamiento de la boliviana, Nicaragua tuvo, en 1990, con Barrios, la primera presidenta latinoamericana surgida de una elección popular, lo que marcó, además la inicial de tres derrotas electorales sufridas por el ahora nuevamente gobernante Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN).
Le siguió, en Guyana, Janet Rosenberg Jagan, nacida en Estados Unidos y esposa del mandatario Cheddi Jagan (1992-1997), a quien sucedió para cumplir el periodo 1997-1999.
Luego vinieron, en la cronología presidencial latinoamericana de género, Rosalía Arteaga -cuyo mandato, enmarcado por una aguda crisis política, duró del 6 al 11 de febrero de 1997, en Ecuador-, además de Moscoso (1999-2004), la costarricense Laura Chinchilla (2010-2014), y la chilena Michelle Bachelet (2006-2010, 2014-2018) -una médica socialista quien fue presa política de la brutal y corrupta dictadura militar de 1973 a 1990.
Mientras tanto, en Argentina, la peronista -centroizquierdista- Cristina Fernández -actual vicepresidenta- cumplió dos mandatos consecutivos (2007-2011, 2011-2015), y, en Brasil, la izquierdista ex guerrillera Dilma Rousseff (2011-2016) llegó a la presidencia, años después de que el régimen militar que gobernó desde 1964 hasta 1985 al país sudamericano la contó entre los numerosos opositores presos.
Fue así como, durante los años 2010 a 2014, América Latina tuvo, simultáneamente, a cuatro mujeres en el cargo de presidenta -Bachelet, Fernández, Chinchilla, Rousseff-.
Más recientemente, en Bolivia, en el marco de una nueva violenta crisis política -la de 2019-, la entonces segunda vicepresidenta del Senado, Janine Áñez, se convirtió en la segunda presidenta -igualmente, interina- del políticamente inestable país.
Áñez (2019-2020) está, ahora, en prisión, acusada como responsable de los delitos de conspiración, sedición, y terrorismo, cometidos por el gobierno que encabezó tras el derrocamiento del presidente Evo Morales (2006-2011, 2011-2017, 2017-2019).
Castro ha asumido el compromiso de cumplir, en los inmediato, un altamente ambicioso plan para los primeros cien días de su administración (2022-2026).
Se trata de 30 propuestas a ser implementadas en ese lapso, entre las cuales figura, en materia de género, el compromiso, con las mujeres, de “defender nuestros derechos desde todos los campos de la sociedad, pero especialmente desde la Presidencia de la República”.
En este marco de acción, “trabajaremos para erradicar el patriarcado y los feminicidios”.
En materia de corrupción, en la propuesta 28, Castro señala que “instalaré la Comisión Internacional contra la Corrupción y la Impunidad (CICIH-2)”.
“Esta Comisión será creada por el Gobierno de Honduras con apoyo de la Organización de Naciones Unidas”, agrega.
Por otra parte, ante la crisis de seguridad, plantea, en el punto siguiente, que “crearé la Policía Comunitaria en todos los barrios y aldeas de nuestro país, como un brazo
coordinado por la Policía Nacional Preventiva”.