Insurrección, el nuevo libro de Marilyn Batista Márquez, inicia con el prólogo que incita a resistir y a levantarse
Setenta y nueve poemas, la mayoría breves historias cotidianas, dan forma a esta antología lírica que se constituye en un llamado militante a la insurrección, la tercera obra literaria de Marilyn Batista Márquez; su primer libro de poesía.
Se trata de la rebelión contra la inmemorial opresión machista, el martirio que —confesado, por ejemplo, durante una tarde de café, incontables legiones de mujeres soportan en contextos de desigualdad —sean entornos íntimos, domésticos, laborales, públicos— en el cotidiano cumplimiento de papeles patriarcalmente asignados y socialmente aceptados.
Esos roles, consecuencia del enfoque patriarcal de la vida, son generadores de insatisfacción, causantes de la vaciedad espiritual evidenciada en la fuerte imagen de la compradora quien, también en el supermercado, lleva a cabo el trabajo doméstico que fue impuesto a su género antes de que la historia de la humanidad tuviese versión escrita.
Victimización de la mujer
Los poemas de esta secuencia caracterizados por su alejamiento intencionado de rima y metro —aunque al ser leídas muchas de ellas tienen fluides melódica— trascienden lo lírico para constituirse, combinados, en una acción feminista que motiva a la reflexión, al visibilizar situaciones, manifestar sentimientos, revelar angustias, mientras intercala satisfacciones que, no por efímeras, dejan de ser intensas.
Entre los versos, figuran la invitación a un acompañamiento de pareja, la sensación vital que genera bailar y la esperanza de lo que supone el embarazo.
Entretanto, varios son los hilos conductores que dan secuencia a los relatos tienen forma de poesía, al tiempo que están cargados con fuerza de denuncia.
Se trata, en algunos casos, del ansia por romper ataduras a vínculos tóxicos, el sueño de libertad en equidad, claramente planteado en la breve narración sobre el albedrío, en la cual queda fotografiado lo injusto de los esquemas de poder, ante los cuales la opción de dormir sola se hace imperativa, y proyecta empoderamiento.
En otros, se muestra, tal como es, la victimización de una mujer atrapada en una relación que, no obstante haber iniciado con la ilusión de construir un vínculo de amor, se convirtió en una nociva realidad de sojuzgamiento, una dolorosa esclavitud que somete a la presa a una constante agonía.
También queda en evidencia cómo la sumisión, sin alternativa visible, obliga a soportar la devastadora comprobación de infidelidad cuando, cumpliendo una de las nunca valoradas tareas domésticas, queda en evidencia la sumisión al machismo, la resignación matrimonial, en el lavado de “las camisas con olor a otras, que tímidamente revelan formas labiales rojas”.
Sin importar dolores de alma, las tareas de ama del hogar son realizadas a lo largo de décadas, “limpiando culos y mocos, sin recibir un cinco, porque es su deber natural”.
Poemario denunciante
En otros momentos de este poemario denunciante, la violencia de género, la cobarde agresión machista, es un componente de fuerte presencia, una realidad que el maquillaje no logra ocultar, en medio de la cual surge, en angustiada paráfrasis, la pregunta sobre “¿qué es el amor, ausencia de odio, perdón constate, olvido estoico, abnegación compulsoria, libertad cautiva?”.
Ocurre, así, una reflexión íntima, un interrogarse a sí misma, respecto a la razón por la cual se ama a alguien en particular, por encima —y a pesar— de agresiones cuyo rastro es imborrable, aunque se tiene la convicción de que cada golpe de puño conduce a la inevitable insurrección vencedora que humillará al agresor.
Es la rebelión —leitmotiv en esta intensa secuencia de poesía fuerte— que busca libertad, afirma identidad, genera poder de decisión.
La sublevación, invariablemente, conduce al empoderamiento.
Es entonces cuando el agresor, el innombrable, ese arbitrario personaje “quien lleva en una mano un pedazo de pan y en la otra carga un ramo de hiedras”, deja de sorprender porque su accionar se torna predecible, “olvida que lo conozco”, de modo que los papeles, inesperadamente, dejan de ser los habituales, porque “¡hoy te voy a asustar!”.
Exactamente, lo que ocurre cuando los autoritarismos, cualquiera sea su naturaleza -desde los que someten a pueblos hasta los que se instalan, como fuerza rectora, en muchas parejas, dejan de generar miedo, de causar susto, porque, en ese preciso momento, desaparece su razón de ser.
Por lo tanto, cuando la sumisa paciencia se colma, el segundo en que el vaso lleno recibe la gota del desbordamiento, la hora en la que actuar es más poderoso que evaluar consecuencias, llegó el instante de reivindicar la libertad, ir por la independencia, redimirse.
Es entonces que la sumisa se subleva para entrar en acción, el instinto de justicia es el que impera —y se suma al materno inclaudicable, si hay infancia que proteger y en cuyo nombre también actuar—, la voluntad dominante indica que, sin pesar, sin culpa, sin cargo de conciencia, hay que lograr que el déspota sienta el necesario escarmiento.
Estalló, irreversible, la justiciera insurrección.