El año pasado el Papa Francisco, en el discurso al Pontificio Consejo de Cultura, instó a “estudiar criterios y modalidades nuevas para que las mujeres no se sientan invitadas sino participantes a título pleno en los distintos ámbitos de la vida social y eclesial”.

Hace algunos meses, nuevamente el Papa, -en la exhortación apostólica postsinodal  “Amoris Laetitia” (La alegría del amor)-,  resalta que, “aunque hubo notables mejoras en el reconocimiento de los derechos de la mujer y en su participación en el espacio público, todavía hay mucho que avanzar en algunos países”.

Estas importantes declaraciones del líder de la iglesia más poderosa e influyente del mundo occidental, -que también abiertamente ha dicho que el catolicismo requiere a “muchas mujeres implicadas en la responsabilidad pastoral, en el acompañamiento espiritual de personas, familias y grupos, así como en la reflexión teológica”-, pareciera contradecirse cuando excluye a la mujer del ordenamiento sacerdotal.

Juan Pablo II, intentó abrir espacio a la mujer a una mayor participación jerárquica en la iglesia, incluyendo la posibilidad de que asumiera el diaconado, no por un asunto de igualdad, sino por necesidad, debido a las múltiples iglesias católicas que cierran por falta de sacerdotes, sin embargo, recibió una contundente e inflexible oposición del alto líder de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Joseph Raztinger, quien más tarde fue conocido como Benedicto XVI. En 1994, le correspondió a Juan Pablo II, justificar la exclusión de la mujer del ordenamiento sacerdotal, con el frágil y ligero argumento de que Cristo no escogió a ninguna mujer para formar parte del grupo de los doce apóstoles.

Aunque Francisco ha llevado hacia adelante una teología que le brinda mayor protagonismo a la mujer, con la incorporación de estas a diferentes comisiones, -entre ellas, la Teológica Internacional, la Pontificia de Protección de Menores y la que investigó las finanzas del Vaticano-, el tema de “sacerdotas”, “sacerdotisas” o “diaconado femenino”, según el mismo pontífice, es un asunto que “lo dejó zanjado Juan Pablo II”.

Para la profesora Phyllis Zagano, investigadora y firme propulsora de la restauración del Diaconado, -un cargo que según ella, durante muchos siglos fue una función oficial de la mujer en la Iglesia antigua-, la situación es que existe un conflicto entre la tradición de la Iglesia y la ley de la Iglesia. “El principal obstáculo que impide que no existan mujeres diáconos es que las mujeres no han sido ordenadas como diaconisas en la Iglesia occidental durante los últimos 800 años… en el actual derecho canónico las mujeres no pueden ser ordenadas como nada”, comentó en una entrevista.

Cabe destacar, que en lo que coinciden feministas católicas, investigadoras y partidarios y detractores del modelo católico jerarquizado de tipo estamental, es que la decisión de la inclusión de la mujer en la jerarquía eclesiástica, no es un asunto de Dios, sino de la autoridad magisterial de la Iglesia.

Mientras sigue la discusión, los optimistas nos aferramos a las palabras del Papa Francisco: “La historia lleva las huellas de los excesos de las culturas patriarcales, donde la mujer era considerada de segunda clase… La idéntica dignidad entre el varón y la mujer nos mueve a alegrarnos de que se superen viejas formas de discriminación”.