La ilusión y pasión llevan a muchos a añorar con urgencia la vida en común, sin percatarse de que, más que un paso, es un logro que no puede ser apresurado
El matrimonio, compartir techo, la unión libre, el irnos a vivir juntos, o como se quiera llamar, continúa siendo una auténtica ilusión. Contar con un nidito de amor es el sueño de los enamorados en muchas partes del mundo. La privacidad es uno de los mayores bienes con los que puede contar una pareja. Brincar, cantar, gritar y vagar a lo largo de la casa, aun cuando esta sea un “huevito”, es una experiencia de libertad incomparable. Deambular desnudo o semidesnudo por aquí o por allá, sin temor a la mirada fisgona o a la voz censurante, le imprime un carácter soberano a la pareja.
Qué decir de la ilusión de tener “nuestras cosas”, colocarlas por doquier, hacer de un espacio una auténtica guarida. El póster del cantante favorito de ella en la sala, la camisa del equipo de futbol de él en el cuarto, aquel almohadón que regaló la abuela: todos esos detalles le dan identidad al vínculo. Somos dos, y eso está impregnado en paredes, pisos y estantes.
Ni hablar del plano sexual. Tocar las puertas del sexo a cualquier hora del día, sean las dos, las cinco o las diez, es un lujo. Hacer y deshacer el sexo de mañana, tarde o noche es un paraíso lúdico, un anhelo compartido por todos los amantes del mundo.
Tanta ilusión, tanta libertad, toda esa privacidad y esa creciente identidad llevan a muchos a añorar con urgencia la vida en común, sin percatarse de que, más que un paso, es un logro que no puede ser apresurado, no puede ser a la carrera, no puede tomarse a la ligera. Según sugieren los estudios, al menos se deben dar dos años de tiempo (no todas las parejas es el mismo tiempo) para optar por esa vida compartida. Ese lapso es el mínimo requerido para que una pareja se conozca y tome una decisión más fundamentada y certera.
Es ingenuo el escenario de aquellos tortolitos que totalmente enamorados sienten la necesidad imperante de perpetuar su relación, teniendo a lo sumo unos cuantos meses de conocerse. Esta escena, aunque idílica, suele evolucionar de manera tórpida cuando la vida y sus adversidades ponen a prueba esos incipientes lazos, lo cual genera enormes frustraciones y traumáticas desilusiones.
Por eso, hoy entendemos que el noviazgo dejó de ser solo una etapa de diversión y se ha convertido, además, en una etapa de conocimiento. Dos seres que se quieren y se dan a conocer mutuamente, con el fin de valorar si comparten una vida en común plena y satisfactoria. Lastimosamente esto ya no se está dando en las parejas de hoy en día.
Seamos claros: en la actualidad grandes porcentajes de la población tienen vida sexual en el noviazgo. Entonces, el sexo ya no es un factor que incline la balanza ni provoque urgencias como antes sí lo hacía. La independencia económica imperante es tal que el varón ya no requiere de una mujer para que atienda la casa, y la mujer no necesita de un hombre que la mantenga.
En este nuevo paradigma, el vínculo de pareja adquiere una dimensión menos pura, con menos compromiso, con menos amor, más diáfana, más emocional. Hoy, para casarse, no hay más motivo que tener el deseo. Querer y ser querido, vivir amando, hasta que la muerte nos separe, ya no vale como el sueño de los enamorados del mundo.
Foto: Anna Pou