Temprano en la mañana me llamó mi madre desde Puerto Rico para informarme que el bebé de mi sobrina había muerto, luego de una batalla de tres meses en el hospital.
El cuerpecito de Yampiel solo conoció las paredes acrílicas de la incubadora –el sustituto del útero de su joven madre–, y los abrazos de ella que lo acurrucaron todos los días de su breve vida. Los tubos que lo conectaban con todo tipo de aparatos médicos lo hacían parecer un minúsculo pulpo con tentáculos transparentes, que de vez en cuando asomaba una sonrisa endeble.
La comunicación del fallecimiento vino acompañada de la petición de mi sobrina, de ser yo la que dirigiera las palabras finales en el funeral. Aunque en varias ocasiones he hablado en entierros, nunca antes lo había hecho –y no quiero volver a hacerlo– si se trata del sepelio de un infante.
Inmediatamente compré el boleto aéreo, alisté una maleta, y una vez pisé suelo boricua, directamente del aeropuerto me dirigí a la funeraria ubicada en Bayamón, ciudad en donde nacimos todos mis hermanos, yo y el bebé. Con toda la solemnidad que caracteriza un funeral, fui vestida en forma sobria, de negro, tacones y escaso maquillaje, y al entrar a la sala de la funeraria, en vez de encontrar rosas, lirios y calas, se devela ante mis ojos una réplica de un cuarto repleto de peluches, juguetes y globos.
Con el corazón apretujado me dirijo a abrazar a mi madre, luego a mi hermana y finalmente a mi sobrina, que estaba a la par de una pequeña caja blanca abierta que simulaba el cofre de un tesoro. Ahí adentro estaba él, vestido con saco, pantalones cortos, corbata y una gorrita tipo pelotero como complemento perfecto del ajuar.
Apresurados nos dirigimos al cementerio, liderado por el coche fúnebre colmado de globos de colores estridentes y serpentinas que se movían radiantes de alegría en el cielo cercano, azul y candente.
Llegó el momento de enterrar el cofre en las entrañas del suelo con el más valioso tesoro que podría descubrir un pirata con alas y labios carmesí. Vi llorar a la madre, con un dolor que todavía siento. Con sus ojos vidriosos me dio la señal de dirigir la palabra. No recuerdo que dije. Solo tengo en mi mente los globos que lanzaron al aire y que poco a poco desaparecieron en el firmamento llevándose el alma de Yampiel.