El año pasado estuve en el País Vazco. Como amante del arte y de la arquitectura, hice una visita al apoteótico Museo Guggenheim, ejemplo del vanguardismo del siglo XX y a varias iglesias antiguas, como la de San Nicolás, Los Santos Juanes, San Vicente Mártir de Obando, la Basílica de Begoña y la Catedral de Santiago.
En cada una de esas enormes estructuras góticas y barrocas religiosas, que muestran el pasado glorioso y omnipotente de la iglesia Católica, un grupo escuálido de feligreses, no mayor a nueve personas, rezaban fervorosas el rosario o participaban en la misa dirigida por un octogenario sacerdote, que se confundían entre las piezas antiguas del templo.
En una de las iglesias se oía la voz grave de un hombre que pronunciaba por parlantes las letanías “Santa María, ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, Santa Virgen de las Vírgenes, Madre de Cristo, Madre de la Iglesia, Madre de la divina gracia, Madre purísima…”. El eco de su voz resonaba en las gruesas paredes de más de trescientos años de historia. Busqué por todos los pasillos y recovecos intentando conocer al hombre que por su voz deduje era un anciano. Gran decepción fue descubrir que el ritual de rezo era enunciado por una reproductora de cd. Aún en medio de lo que me pareció una parodia, más que una innovación tecnológica, noté que siete mujeres, acompañadas de un hombre, se mantenían orando con el mismo fervor que observé en las demás iglesias.
Después de concluir las visitas, sin tener que hacer un mínimo esfuerzo intelectual, deduje que todos estos templos católicos tenían un denominador común que iba más allá del olor a humedad e incienso añejo: mujeres.
La iglesia católica, conformada por 1254 millones en todo el mundo, que representan el 17.7 por ciento de la población global, según el Anuario Pontificio de 2015, es mayoritariamente femenina. Cifras oficiales indican que la componen un 61% de mujeres, organizadas en distintas órdenes religiosas, frente a un 39% de hombres, entre sacerdotes, obispos, religiosos y diáconos. Fuera del Vaticano, las cifras señalan que un poco más del 70% de los feligreses activos son mujeres.
Ante el descenso de las vocaciones sacerdotales, se ha incrementado el apostolado laico, en donde las mujeres comienzan a emerger. Sin embargo, sigue predominando –bajo la figura del diaconado- la preferencia de la iglesia por los hombres solteros o casados para presidir algunas celebraciones, como impartir los sacramentos del bautismo y el matrimonio.
Antes de abrir totalmente las puertas a las mujeres, en España, como ejemplo, en donde hay 23.071 parroquias, de las que 5.000 no disponen de sacerdote permanente, la iglesia ha preferido colocar un sistema de parlantes, grabar la voz de un cura y dar la misa en forma “virtual”, como yo pude presenciarlo.
El silencio y la invisibilización de las mujeres como líderes de la fe católica ya no se puede ni debe seguir ignorando. El compromiso, fe y lealtad de ellas se palpa con su categórica presencia en las misas, recolección de ofrendas, catequesis, coordinación de actividades religiosas y ecuménicas, y su participación sin parangón dentro de ordenes religiosa acogiéndose al celibato, obediencia, pobreza, castidad, vida de servidumbre sometida a la jerarquía eclesiástica, y hasta el aislamiento total de la vida civil.
Como lo han advertido varios católicos activistas, en el siglo XIX, la Iglesia perdió a los obreros, en el XX a los intelectuales y en el este siglo XXI va camino a perder a las mujeres, si no se ajusta a los signos de los tiempos, que van en línea de la igualdad de género.
Es claro que la iglesia católica descansa en los brazos de las mujeres, así como Cristo muerto es sostenido por la joven y piadosa Virgen María, en la Piedad de Miguel Angel. Por lo tanto, lo adecuado, moral y cristiano es darles a las mujeres el mismo lugar que tienen los hombres en la iglesia. Así lo afirmó Pablo en Gálatas, 3, 28: “No hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer; porque todos sois uno en Cristo Jesús”.
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