No me acostumbro a la mascarilla,  pero estoy consciente que debo protegerme y proteger a los demás, ¡aunque la odie!, por eso considero que todavía su uso debe ser obligatorio

La primera persona que vi utilizando mascarillas quirúrgicas fue al cantante  Michael Jackson. Encontré ridículo y patológico el temor del artista a contagiarse de alguna enfermedad y protegerse con el antifaz que generó que lo llamaran “Wacko” y “Jacko”.

Más de una década después de su muerte, entiendo que no era un capricho, sino el genuino interés de cuidar su salud, debido a su exposición con cientos de personas en el escenario y en las diferentes localidades en las que trabajaba.

Llega el Coronavirus y me obligan a colocármela. A las malas, o sea, por decreto presidencial, apoyado por el Ministerio de Salud, tuve que utilizar ese chunche infernal y nada estético. Con ella puesta me sentía como Wacko Jacko Fem o Gatúbela, la ladrona contrincante de Batman.

La primera vez que la usé por unos 20 minutos comencé a hiperventilar, a los 45 sudaba pavorosamente y minutos después sentí que me desmayaba; salí apresurada del lugar para entrar a mi auto, encender el aire acondicionado y respirar en forma normal (sin el adefesio) para poder recuperarme.

Para animarme a utilizarla, comencé comprando mascarillas de telas, en todos los colores posibles para que me combinaran con mi ropa, zapatos y bolsos. Luego adquirí algunas de diseñadores, más costosas, y me arrepentí porque  a los 45 minutos de utilizarlas el resultado era el mismo: hiperventilación, náuseas y a correr pal’ carro.

Finalmente compré las feas y simples que la OMS recomendaba, la N95 o FFP2, y pude mantenerme de pie varias horas con ella puesta. Más adelante adquirí las cajitas de mascarillas desechables, de las más baratas, para el uso ordinario de menos de 15 minutos.

No me acostumbro a la mascarilla,  pero estoy consciente que debo protegerme y proteger a los demás, ¡aunque la odie!, por eso considero que todavía su uso debe ser obligatorio.

En primer lugar, la mascarilla no protege cuando la persona infectada con el virus tose, estornuda o habla, porque actúa como una barrera para evitar que las partículas que se emiten caigan sobre otra persona. Lo anterior significa que también nos protege a todos, ya que mientras más personas bloqueen la propagación del virus mediante el uso de mascarillas, menor será la cantidad de virus que circule en la comunidad, lo cual reduce el riesgo de infección para todos.

El efecto de reducir los contagios también favorece a la economía, porque si existen menos infectados, se reducirá la probabilidad de cierres de emergencia de los comercios, empresas, parques y otros lugares públicos.

Aunque el uso de la mascarilla no es suficiente para evitar el contagio del Covid, sabemos que, junto al lavado de manos y la vacunación, sí podemos hacerle frente a esta enfermedad que, según diferentes organizaciones internacionales como el Banco Mundial, CEPAL y ONU, ha tenido impactos desproporcionados, especialmente en los más pobres y vulnerables, que se traducen desde una recuperación económica desigual, aumento de las pérdidas de ingresos, aumento  de la deuda en las economías, mayor violencia de género, alza vertiginosa en el desempleo, hasta disparidad en el aprendizaje.

Foto: Cup of Couple, Pexels